186 era bastante anterior a la fecha de publicación; y, desde luego, supone conocimiento de otras obras como «Espejo de verdadera nobleza», de Diego Valera, que se redactó hacia 1441, el «Tratado de los rieptos» o «Tratado de las armas» del mismo autor, escrito antes de 1467, sin olvidar los gloriosos precedentes: «De insignis et armis» de Bartolo de Sassoferrato (13I4-1357) o del «Arbre des batailles» de Honorio Bonnet (s. XIV-1405). De la época de Mexía son los trabajos de Pedro de Gracia-Dei («Blasón general y Nobleza del Universo», impreso en Coria en el año 1489) y de Alonso de Cartagena («Doctrinal de caballeros», Burgos, 1487). Ese es, fundamentalmente, el origen de relatos como el de Wifredo el Velloso o el correspondiente al caballero de Fernando III, que muy bien pudo ser copiado y «corregido» por Beuter, según, agudamente, propone García Moya, pero que en punto a originalidad no es fenómeno exclusivo de estos pagos. Las armas heráldicas pretendidamente basadas en sangre y en heroicidades durante las cuales se vertió no son, en modo alguno , exclusivas de la tradición hispana. En otros lugares, como es el caso del Imperio austríaco, también conoció la heráldica coyuntura similar. Una bonita leyenda refiere que los colores de Austria y de su bandera —que llegan hasta nuestros días— proceden del si- guiente hecho de armas: en la batalla de Ptolemais (1191), el duque Leopoldo V habría recibido su heráldica y bandera del rey Enrique VI; las cuales estarían inspiradas a partir de la túnica del duque, roja del todo por la sangre propia y ajena derramada en feroz lucha. Sólo quedó sin teñir, en aquel ropaje, una faja central, correspondiente al ancho cinto de guerra que portaba. Como había perdido su estandarte en la lucha, el duque había colocado su túnica, que dejó una franja blanca al despr ender el cinturón, en el extremo de la lanza como signo de identificación, razón por la cual el soberano la convirtió en su enseña oficial, admirado de su arrojo y para honrarle por él y por su ingenio. Esta fábula, en versión de Beuter, referida a un tiempo en que la Heráldica no existía ni se usaban escudos de armas en Europa, la retomó otro autor, Diago, en el siglo XVII; éste cambió al em- perador Ludovico Pío por su sucesor, Carlos el Calvo, para evitar un insuperable escollo, inadvertido por Beuter: que el conde VVi- fredo el Velloso y Ludovico no fueron contemporáneos, pues el emperador murió antes de que Wifredo fuese conde. La historio- grafía catalana, ya desde el siglo pasado, desmontó sin lugar a duda la invención literaria, a raíz de los trabajos de Sans y Barutell (1832), de los Bofarull (entre 1836 y 1910), de Pi y Arimón (1854) y otros más. Pero no obstante ello, las peculiares condiciones de vitalidad y fuerza de la ciudad de Barcelona lograron y logran que la mayor parte de las gentes piensen en ella como solar natal del emblema de los reyes de Aragón, que siempre llamaron a este sím- bolo «nuestro senyal real», «signum regni nostri», «postres armes